OPINIÓN

Hoy, 28 de junio

César Indiano

El 28 de junio del 2009 hubo movimientos de tropas a la madrugada, una unidad del ejército, después de recibir las órdenes firmadas y selladas por la Corte Suprema de Justicia, se movió sigilosa hacia la residencia del presidente en funciones, Manuel Zelaya Rosales. Según los cronistas más confiables, aquella operación se hizo con prontitud y sin vacilaciones. A deshoras de aquella noche, se había decidido lo inminente, defenestrar al presidente de Honduras y sobre marcha sacarlo de país.

La víctima del golpe – el presidente Zelaya Rosales – se mostró dúctil ante los hechos consumados y en el término de media hora ya se encontraba sobrevolando el territorio hondureño rumbo San José de Costa Rica. Aquella acción se había presagiado con varios meses de antelación, pues, durante el primer semestre de aquel año tumultuoso, imperó el desasosiego político, diplomático y económico en Honduras.

Una Nueva Izquierda, alentada por y desde Caracas, había cautivado – con tremenda facilidad – la mente vulnerable de un mandatario liberal. Haciéndolo integrante de un “plan regional de alineamiento ideólogo” los comisionados de la República Bolivariana llegaron a Honduras a vender espejos y a recoger lana. Zelaya, que jamás había profundizado en las doctrinas liberales y que siempre había estado a un paso del suicidio ideológico, atraído por las campanas de la rebeldía regional y temerario en su deseo de elevar su imagen pública con miras a una trascendencia revolucionaria, le dio el sí Hugo Chávez Frías.

Y la derecha hondureña, que había sido en esencia una derecha de opereta, creyó que había llegado la hora de cazar a la zorra. Así que, en las albricias de aquella larga noche, se hicieron los arreglos legales, se preparó el escenario y a la madrugada de aquel 28 de junio, se envió a un escuadrón armado para atrapar a la presa, desplumarla y dejarla ahí, a la intemperie, trémula y desnuda, en la fría autopista de un aeropuerto internacional.

Era el primer Golpe de Estado del siglo XXI, torpemente ejecutado contra la controvertida figura de un bohemio burgués, que en la hora presente y si motivos aparentes, desafiaba los consensos de poder que se habían cobijado bajo las sábanas de la Constituyente de 1981.  Se suponía que Zelaya Rosales, como liberal bipartidista,

era un heredero, un usuario y un garante de los viejos pactos partidarios en los cuales el gobierno se tomaba por turnos, sin aspavientos, sin rencores y sin altercados.

Así que, nadie en Honduras, ni aun la derecha más mullida, imaginó que un liberal de cepa, curtido en faenas de partido y encima hijo mimado de todas las bancadas y pedestales del poder tradicional, sería el que levantaría la mano para ponerle el cascabel al gato. Fue así como se reactivó una nueva era política en Honduras, en la cual, para bien o para mal, todos nos vimos obligados a colgar los hábitos y a descolgar los diplomas de buenos modales que habían permanecido intactos en las paredes de nuestras casas.

Francamente, el 28 de junio puede verse e interpretarse de dos modos. Puede ser, por un lado, la fecha en que se rompió el antiguo consenso democrático para dar cabida a una nueva vertiente ideológica y partidaria cuyo sustrato es el socialismo. Y también, podría concebirse como el día en que fueron removidos los pisos de mármol de la derecha.

Hablando fríamente del tema, Zelaya Rosales, con un sombrero de junco y unas botas que no eran de bombero, se metió al incendio político y pudo salir ileso, con las llamas de la historia soplando a su favor.  Lo que no aun no sé, es si la nueva derecha está dispuesta a botar los menajes setenteros y a cambar las cortinas de ese palacete que sigue erguido en las lomas de la comodidad, la credulidad y la frialdad.

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