Ya sabemos que los bastiones importantes que definen nuestra existencia no los elegimos, pero conforman nuestra identidad: la madre y la patria nos cubren con su encanto al abrir los ojos a la vida. A la madre se cuida y se protege; a la patria se venera y se defiende; por ambas es honroso dar la vida misma.
Todo buen hijo será alegría y felicidad de su madre. Todo excelente ciudadano trabajará por el bienestar de los suyos en aras del bien común. Con su empeño fortalecerá y dará prosperidad a su familia; con los valores cívicos enaltecerá a la patria. Sus empeños afianzarán la identidad nacional y será parte importante en la prosperidad del país. Así será un buen hijo; un excelente ciudadano.
Pero al ver la escasa calidad humana de los que nos gobiernan; la mezquindad de los empresarios; lo avorazados que son los banqueros; la irresponsabilidad de los transportistas; la pereza y la desidia de los trabajadores en todas las áreas, no nos queda más que exclamar: Honduras, ¡cómo me dueles!
Hemos tocada fondo, para mal obviamente, cuando constatamos que los valores degradados dominan en la sociedad. La norma es ser deshonesto, pícaro, sinvergüenza; enriquecerse a costa de lo que sea, en el menor tiempo posible, es la consigna. Los políticos, que sólo llegan a los cargos públicos a servirse a sí mismos solamente, son ejemplo de la ruindad que gobierna el alma nacional.
Honduras, ¡cómo me dueles!, al tener un gobierno izquierdista que nada en el fango del nepotismo y la corrupción. Donde la prioridad es instaurar una agenda política antidemocrática que no toma en cuenta el bienestar de los pobres. Donde se protege a los delincuentes sólo porque hay lazos familiares de por medio. Donde el derroche del erario nacional es el comportamiento de todos los funcionarios: innecesarios viajes al exterior con viáticos onerosos; alquiler de camionetas blindadas; equipos de guardaespaldas hasta para ir al baño; gastos millonarios en manifestaciones políticas, etc., etc.
Honduras, ¡cómo me dueles!, al ver que los pobres sufren todas las desgracias del mundo en los hospitales y centros de salud públicos porque no hay medicamentos, ni equipo médico, y el trato inhumano que reciben los condena a morir tirados en los pasillos de los hospitales. Me duele al constatar que el gobierno tiene dinero para todo, menos para brindar salud a la población pobre, que es la mayoría de los hondureños.
Honduras, ¡cómo me dueles!, al ver que los niños van a recibir clases descalzos, con hambre, con ropa derruida, sólo con un cuadernito y un lápiz grafito porque la miseria es lo único que les permite. Y que reciben clases sentados en pupitres podridos o quebrados o sentados en latas y ladrillos. Y que el centro escolar está a punto de derrumbarse, pero no hay dinero para invertirlo en educación.
Honduras, ¡cómo me dueles!, al ver que las familias se separan porque no hay trabajo y los padres, hijos, amigos, deben emigrar huyendo de la miseria. Y el gobierno, en vez de atraer inversionistas nacionales y extranjeros, con su política izquierdista y satanizando a los buenos empresarios, impide que se abran nuevas fuentes de trabajo.
Honduras, ¡cómo me dueles!, al ver que no hay asistencia al agro, las cosechas de café, granos básicos y demás se pierden por falta de mano de obra que ha emigrado, y por condiciones climáticas; en tanto que los organismos respectivos no brindan asistencia técnica alguna.
Honduras, ¡cómo me dueles!, al ver cómo el pueblo está sufriendo por el incremento de la delincuencia común, las actividades del narcotráfico, del crimen organizado y de la extorsión. Entre tanto, la política de seguridad es un completo fracaso y el Ministro sólo sirve para maquillar cifras que nadie cree.
Honduras, ¡cómo me dueles!, al darme cuenta que los políticos son unos apátridas y que no les importa el bienestar de los pobres de Honduras. Por esto y mucho más, Honduras, ¡cómo me dueles!
Y, para que Honduras no nos siga doliendo: ¡LIBRE NUNCA MÁS!