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Disculpen mi castellano la mano que mece la cuna

Por: Gabriela Castellanos

Se aproximan otras elecciones estilo Honduras: pancartas, jingles, abrazos falsos, lagrimitas de cocodrilo y discursos reciclados. Sin embargo, lo que realmente corre por las venas de esas campañas no es la esperanza, sino un torrente de dinero sucio. La corrupción, los sobornos y el lavado de activos son el combustible real que enciende los motores de la política en este país.
La Unidad de Financiamiento, Transparencia y Fiscalización (UFTF) —organismo que debería vigilar la limpieza de los fondos— está maniatada, atada de pies y manos por un Congreso que actúa como su verdugo financiero. No hay presupuesto, no hay recursos, no hay voluntad política. Y esa carencia no es casualidad: es un cálculo frío, una estrategia sucia. Aprobar fondos significaría darle dientes a una entidad que podría morder la mano que la alimenta.
El Congreso, con su hipocresía de barro y lodo, ha preferido mantener a los fiscalizadores desnutridos, reducidos a oficinas fantasma, mientras las campañas políticas se llenan de maletines repletos de billetes manchados de impunidad.   Este es el rostro de la ideología en su tono más rojo: un sistema político que se maquilla con la palabra “democracia”, pero en realidad se nutre del crimen organizado.
La fiscalización, en teoría, debería ser el escudo de la ciudadanía frente a la compra y venta descarada del poder. En la práctica, se ha convertido en una broma de mal gusto, un teatro de sombras en el que los diputados bloquean los fondos porque temen verse reflejados en los informes que jamás se redactarán.
Honduras es, una vez más, la tragicomedia latinoamericana: un país donde las elecciones generales se organizan como una feria de ilusiones, donde el dinero podrido de la corrupción marca la verdadera papeleta. No se trata de un descuido, sino de un pacto tácito: dejar a los fiscalizadores sin municiones es garantizar la impunidad de quienes gobiernan y de quienes aspiran a gobernar.  
Así se perpetúa el círculo vicioso: campañas manchadas de dinero ilícito, políticos serviles al crimen organizado y un Congreso que, desde la presidencia ilegal, protege sus privilegios bloqueando los ojos que podrían mirar. Y mientras tanto, la ciudadanía asiste inerme a este espectáculo, condenada a elegir entre candidaturas financiadas por clanes criminales. Porque sin fiscalización, lo que queda es un mercado electoral donde no gana el mejor programa ni la idea más sólida o la propuesta más honesta, sino el bolsillo más profundo y más asqueroso.
El resultado es inevitable: gobiernos hipotecados desde el primer día, presidentes que no responden al pueblo, sino a los carteles que pagaron sus mítines y colocaron sus afiches.  
No es casualidad que Honduras arrastre una fama internacional de narco-Estado. Es el resultado directo de esta omisión calculada: impedir que los órganos de control operen, mantenerlos famélicos, condenados al ridículo, incapaces de elaborar un informe que incomode a los dueños de este circo de socialismo discursivo. Es un crimen político cometido a plena luz del día, con la complicidad abierta de quienes legislan.
Así, las elecciones hondureñas no serán otra cosa que un carnaval obsceno financiado por dinero podrido. La fiscalización, en vez de ser el escudo de la ciudadanía, se convierte en una palabra muerta, en un eco hueco que nadie quiere escuchar. En este país, se vota con papeletas, sí, pero también con el dinero inmundo de la corrupción. El silencio del Congreso ante esta realidad no es ingenuidad: es pacto, es complicidad, es la confesión tácita de que las alimañas no quieren que se ilumine la alcantarilla.   La democracia, entonces, no muere de un golpe, sino de asfixia: estrangulada lentamente por la mano que tiene el dinero ilícito que todo lo cubre y todo lo mece en la cuna del poder.

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