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A dos años del ataque de Hamás a Israel ¿Tan cerca de la paz como de la venida del Mesías?

Por: Armando Villanueva

Cuando el Rey David conquistó Jebús, antigua ciudad cananea, bautizada luego como Jerusalén -hace más de tres mil años- quizá nunca imaginó el precio en sangre, sudor y lágrimas que pagaría su pueblo a cambio de ocupar esas tierras. Y por los siglos de los siglos.

A las guerras contra filisteos, cananeos, jebuseos, arameos, sobrevino la división del llamado “pueblo de Dios”, con el Reino de Israel al norte y el Reino de Judá al sur.

Las diez tribus del Reino del Norte no soportaron los impuestos groseros del afamado Rey Salomón, el trabajo esclavizado en la edificación de sus templos, sus tantas esposas y concubinas y, sobre todo, su adoración a dioses ajenos, importados a Jerusalén por sus muchas mujeres extranjeras, incluida la Reina de Saba.

Con el tiempo, entre el 605 y 586 AC, sobrevinieron las campañas babilónicas, que culminaron con la destrucción de Jerusalén, incluido el Templo de Salomón, y el inicio de la primera deportación del pueblo judío a tierras extranjeras, en el marco del cautiverio del rey Nabucodonosor.

El cautiverio y la ocupación babilónica no duraron mucho tras la aparición del poderoso imperio persa y su rey, Ciro El Grande, quien permitió a los judíos regresar a Jerusalén, reconstruir su Templo y adorar a su Dios.

En el 332 al 323 AC aparece la figura inmortal de Alejandro, el gran conquistador de todos los tiempos, y pasa a dominar, entre otros territorios, el Oriente Medio, incluido el hoy Israel, Egipto, Siria, Irán, Irak, las naciones árabes, hasta la India.

Entre el 323 y 281, ante la muerte prematura -a los 32 años- de Alejandro Magno, sobrevino la Guerra de los Diádocos, la disputa entre los generales del gran conquistador por la corona del imperio.

La pelea por los territorios fue encabezada por sus cinco grandes generales: Ptolomeo, Seleuco, Antígono, Casandro y Parmenión.

La repartición dejó ríos de sangre entre sus ejércitos y, al final, cada quien controló su parte, lo que hoy es Egipto, Israel, Jordania, Líbano, Anatolia, Irán, Irak y las naciones árabes.

A la muerte de los generales de Alejandro, sus hijos, en la mayoría de los casos, asumieron el mando y Antíoco Apífanes heredó el gobierno de Judea y su capital, Jerusalén.

Antíoco Epífanes es conocido como uno de los gobernantes más infames de los herederos del imperio de Alejandro.

En el 167 AC, Antíoco Epífanes no solo impuso al pueblo judío la cultura helenística, la adoración de sus dioses paganos, sino, que profanó el Templo de Salomón, lo saqueó, se robó sus objetos más sagrados como la menorá hebrea y sacrificó un cerdo sobre el Altar.

Como consecuencia de la crueldad y la profanación del Templo por parte de Antíoco, se dio la revuelta macabea, con Matatías y sus hijos a la cabeza, logrando al final una victoria judía.

La relativa paz en Judea se acabó en el 66 de nuestra era, con la insurrección de los zelotes contra la ocupación romana, en tiempos del emperador Nerón. La rebelión fue aplastada brutalmente en el año 70 por Tito Flavio Vespasiano, hijo del emperador Vespasiano.

La rebelión dejó como resultado el destierro de los judíos de Judea y la segunda y definitiva destrucción del Templo de Salomón.

Unos 50 años más tarde, el Emperador Adriano se propuso borrar hasta el último vestigio del judaísmo en la región y prohibió La Torá -su libro sagrado- el calendario judío, y mató a decenas de rabinos, bajo la excusa de sepultar cualquier amago de una nueva revuelta. Lo más grave, borró del mapa la provincia de Judea y la rebautizó como Palestina. También le cambió el nombre a Jerusalén e hizo colocar una estatua suya en el Monte del Templo. Por si fuera poco, mandó a colocar la estatua de un cerdo, en la entrada principal a la ciudad.

Desde entonces, es decir, hace dos mil años, el pueblo judío anduvo errante por el mundo.

La mayoría de los judíos emigró para Hispania -España- otros a Ucrania, Rusia, Polonia y otros pueblos eslavos. En 1492 la Reina Isabel La Católica los conminó a dejar su religión y convertirse al catolicismo, so pena de abandonar la península ibérica si no lo hacían.

La decisión de la monarca ibérica se tomó en pleno apogeo del nacimiento del Imperio Otomano -1453-1918- que, tras pulverizar con fuego de cañones las murallas de Constantinopla -hoy Estambul- pasó a controlar toda la región del Medio Oriente, Anatolia, Palestina y naciones árabes, por casi 500 años.

Ya antes, a principios del milenio, las Cruzadas habían hecho su parte con las guerras religiosas impulsadas por la Santa Sede en pos de liberar los lugares cristianos de manos musulmanas.

Muy pocos judíos sefardíes -españoles- se doblegaron ante el ultimátum de Isabel La Católica y optaron por emigrar a varios países europeos.

Por suerte, ya para entonces, un almirante genovés llamado Cristóbal Colón acababa de descubrir un nuevo continente y, con el tiempo, se vinieron a establecer a América, sobre todo a Estados Unidos y, a principios del siglo XX, a países latinoamericanos, incluido Honduras.

Esta nueva diáspora se dio luego de la Primera Guerra Mundial y el establecimiento del Mandato Británico en Palestina y en otras zonas de la región.

Pero, ya antes, en 1882, un nuevo movimiento había surgido a lo interno del judaísmo mundial: El Sionismo.

Impulsado por el periodista húngaro, Theodor Herzl, el Sionismo comenzó a tomar forma -y fuerza- al extremo que un nuevo líder alemán -Hittler- adelantó las pretensiones de la creación de un Estado Hebreo y desató su odio, ira y persecución en contra de los judíos, lo que, al final de la Segunda Guerra Mundial, se saldó con el holocausto de seis millones de judíos.

Al final, una vez que los aliados vencieron a los nazis, en mayo de 1945, Hittler -se supone- se suicidó y en mayo de 1948 -tras dos mil años de su diáspora de Judea- nació el Estado de Israel.

Apenas 24 horas de declarado el nuevo Estado, todos sus vecinos, los países árabes, le declararon la guerra. Y, así han pasado estos últimos 78 años, tras su regreso a Jerusalén bajo el liderazgo de David Ben-Gurión y Golda Mair.

Lo que pasó hace dos años, el 7 de octubre de 2023 con la invasión de Hamás, es solo uno de los tantos capítulos violentos en el Medio Oriente.

La acción genocida del movimiento terrorista que controla Gaza se saldó con más de 1,200 muertos.

La respuesta del ejército israelí ha dividido al mundo, en su mayoría condenando el “genocidio” contra el pueblo palestino, pero ya nadie habla de lo ocurrido el 7 de octubre.

Por eso, el primer ministro Benjamín Netanyahu dejó un código QR en su reciente participación en la ONU, donde el mundo puede apreciar la crueldad de Hamás el 7 de octubre.

Sin embargo, justo es reconocer que, a estas alturas de la escalada, Israel debería admitir que ha perdido la guerra mediática contra Hamás, que su accionar en Gaza ha desatado una nueva oleada de antisemitismo a nivel mundial y que debe replantear su estrategia con o sin plan de Trump.

La hoja de ruta hacia la paz de Trump es apoyada por distintos países, incluidos árabes y Turquía, menos por Hamás, que se niega a aceptar el punto relativo al desarme.

Hamás también ya ha anunciado su anuencia a liberar a los rehenes -vivos y muertos- pero no dice nada del desarme, ni de la transición hacia un nuevo gobierno en Gaza.

Es claro que Israel no apoyará el plan de Trump con los 21 puntos si Hamás no depone las armas y devuelve hasta el último rehén.

Tras casi 80 años de su regreso a Judea, justo es, también, que el pueblo hebreo reconsidere su apoyo a un Estado palestino, y dar paso a una convivencia pacífica entre ambos pueblos. Una paz firme y duradera.

Si fue posible con Egipto en tiempos de Anwar El Sadat y de Menágem Beguín -aunque al primero le costó la vida- ¿por qué no se puede repetir la historia con los palestinos?

Pero, para ello, es impostergable que los desquiciados mentales de Hamás dejen el poder y que el pueblo palestino elija a líderes cuerdos, con quienes se pueda platicar -y convivir- y dar paso a una nueva era entre el enclave y el Estado judío.

El plan de Trump debe ser apoyado por árabes y persas si es que, de verdad, añoran la paz y un Estado palestino.

Por eso la primer ministra Golda Meir señaló en una ocasión: “La paz en Medio Oriente llegará cuando los árabes amen a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros”.

Y, Netanyahu ha dicho: “Si los árabes deponen las armas, desaparece el conflicto, si los judíos deponen las armas, desaparece Israel”.

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