OPINIÓN

A llorar a la Dalia

Por: Dennis Castro Bobadilla

La derrota de Salvador Nasralla no fue un accidente electoral ni una conspiración mística. Fue la consecuencia lógica de una campaña hque confundió superioridad moral con capacidad política, y que creyó —otra vez— que el discurso anticorrupción sustituye la organización territorial. Durante meses, el mensaje fue claro y

repetitivo: “no somos corruptos, tenemos las manos limpias”, aunque hay sectores que reclaman fondos de campañas anteriores en otros partidos, que aparentemente no han sido liquidados, y la asociación con otros vinculados a dadivas políticas de narcos ensucia una imagen porque se benefi cia de la propaganda pagada del dinero de la inversión de narcos (efecto de contaminación). El problema es que las manos limpias, cuando están vacías, no ganan elecciones. La política no se decide en consignas, sino en estructura; no en tours, sino en territorio; no en paseos del candidato presidencial en helicópteros, sino en trabajo propio, silencioso y sostenido.

El resultado está a la vista: pocas diputaciones departamentales, escaso control local y una base legislativa débil. Y eso no se explica por falta de simpatía hacia Nasralla, sino por la ausencia total de organización básica de quienes aspiraban a cargos de elección popular bajo su bandera.

Muchos candidatos a diputaciones y alcaldías cometieron un error elemental: no hicieron ningún esfuerzo personal., porque fueron relleno de planillas, sin ningún liderazgo comunitario, no construyeron equipos, no organizaron aldeas, no establecieron redes en municipios, al contrario, los celos y otras pasiones políticas segregaron hasta la ofensa a otros liberales que estaban con otro candidato que perdió, no se cumplió el eslogan: sumar, unir para vencer. Su estrategia fue mínima y cómoda: subirse al vehículo del candidato presidencial, acompañarlo en giras, soplarlo, auparlo y nada más, salir en la foto y asumir que el arrastre haría el resto. Anduvieron de abanicos del candidato, nada más.

Confundieron campaña con turismo político. Creyeron que ca-minar detrás de Nasralla era equivalente a hacer política. No lo fue. Cuando llegó el día decisivo, no había operadores, no había defensa del voto, no había estructura para resistir una elección cerrada. Había discursos, pero no había músculo.

El mensaje de “manos limpias” tuvo fuerza simbólica, sí. Pero la indignación no organiza mesas electorales, no capacita custodios, no moviliza votantes a las cinco de la mañana ni defi ende actas bajo presión. La ética sin logística es retórica; la honestidad sin estructura es una consigna estéril, muchos profesionales liberales solo son quejas, pero no contribuyeron con sentarse en una mesa electoral como mínimo, críticos y agresivos en redes, pero desde un escritorio no se ganan elecciones.

Además, la incoherencia histórica del propio Nasralla terminó pasando factura. Sus constantes saltos partidarios, alianzas fallidas y rupturas públicas erosionaron la confi anza de un electorado que, en elecciones cerradas, no busca épica moral, sino anclas de certi-dumbre. En política real, la credibilidad no se proclama: se construye y se conserva. Y cuando se gasta, no se recupera con slogans.

El fracaso legislativo es aún más revelador. Si el discurso antico-rrupción hubiera calado como se proclamó, la lógica indicaba una bancada robusta. No ocurrió. Porque no hubo trabajo de base, ni liderazgo local, ni sentido de responsabilidad individual de los can-didatos. Muchos apostaron a ganar sin sudar, sin invertir tiempo ni capital político propio. La política del mínimo esfuerzo rara vez gana, y nunca resiste. Admirable es ver una cuadrilla de motociclistas de apoyo a candidaturas de Tommy Zambrano recorrer aldeas, y caseríos de Valle, hablando con los ciudadanos, y organizándolos al más mínimo nivel local, dándoles misiones e importancia estructural estratégica.

Hoy, tras los resultados, abundarán las quejas, los lamentos y las acusaciones externas e internas. Pero conviene decirlo con claridad: quien no sembró, no puede exigir cosecha. El que no organizó, no puede hablar de despojo. El que creyó que bastaba con ser “el bueno” en una contienda dura, terminó aprendiendo —tarde— que la política no premia intenciones, sino ejecución.

La lección es incómoda, pero necesaria para cualquier oposición futura: no basta con decir que no se es corrupto. Hay que demostrar capacidad para gobernar, para organizar, para competir en condiciones reales. La moral es un punto de partida, no una estrategia. No basta con mover banderas del partido para ganar una elección, porque no es principio de Pavlov aplicable hoy día. Era saludar al correligionario con cordialidad partidista, no con guaruras que impedían el mínimo roce, no es con exhibicionismos sino: con un saludo cordial de manos.

Hoy, muchos de esos candidatos que no caminaron aldeas, que no tocaron puertas, que no organizaron ni una mesa electoral, buscan consuelo en la queja, en autoconvencerse de que: nos robaron la elección sin siquiera preguntarse: ¿qué realmente hice yo para que el Partido Liberal se alce con el triunfo? Pero la política es implacable con la pereza estratégica. Y como dice el dicho popular, que esta elección volvió a confi rmar: el que no trabajó, hoy solo puede ir a llorar a La Dalia.

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