
En política, las derrotas no siempre se miden en votos. Algunas se miden en silencios, en omisiones y en la incapacidad de actuar cuando la historia exige responsabilidad. Honduras atraviesa hoy uno de esos momentos.
El desorden, la lentitud y la falta de claridad en el conteo y la declaratoria de resultados de la elección general no pueden ser leídos como simples fallas técnicas. Son, en realidad, síntomas de un problema mayor: el debilitamiento de la confianza pública en el sistema democrático. Y cuando la confianza se erosiona, las consecuencias trascienden a cualquier partido político.
Desde una perspectiva comparada, estos escenarios no son nuevos en América Latina. Se repiten cuando la institucionalidad se somete al cálculo político y cuando el tiempo se utiliza como herramienta para diluir responsabilidades. En ese contexto, el mayor aliado del poder no es la legitimidad, sino el cansancio social.
El debate de fondo no debería centrarse en quién gana o quién pierde una elección, sino en si el proceso ofrece garantías suficientes para que la ciudadanía acepte el resultado como legítimo. Una democracia no se sostiene solo en el acto de votar, sino en la certeza de que cada voto fue contado de manera correcta y transparente.
En este escenario, los principales partidos de oposición tienen una responsabilidad que va más allá de la competencia electoral. No se trata de construir alianzas ideológicas ni acuerdos circunstanciales, sino de asumir un compromiso mínimo con la defensa de las reglas del juego: respeto al voto, transparencia en el escrutinio y claridad en la proclamación de resultados.
La fragmentación, la confrontación interna y la disputa por protagonismos solo favorecen a quienes apuestan por la opacidad y la prolongación de la incertidumbre. La experiencia regional demuestra que los proyectos que buscan concentrar poder avanzan, muchas veces, no por su fortaleza, sino por la incapacidad de sus adversarios de actuar con madurez política.
Aceptar una derrota en un proceso claro y verificable forma parte de la lógica democrática. Convalidar un proceso opaco, en cambio, sienta un precedente peligroso. Hoy puede parecer una salida conveniente; mañana puede convertirse en una regla difícil de revertir.
Honduras aún está a tiempo de corregir el rumbo. Para ello se requiere menos estridencia y más responsabilidad institucional; menos cálculo partidario y más visión de país. La defensa de la democracia no admite ambigüedades ni silencios cómodos.
Porque, al final, hay una verdad que debería guiar este momento histórico: es mejor perder en democracia, que perder la democracia.



