OPINIÓN

El Mapa que Nadie Quiso Mirar

Por: Juan Carlos Jara

Había una vez un viajero que conocía bien los caminos. No porque los hubiera leído en libros, sino porque los había recorrido muchas veces, en países distintos, con climas distintos y con viajeros muy diferentes entre sí. Sabía, por experiencia, que no todos los atajos llevan más rápido y que no todo el que grita órdenes sabe hacia dónde va.

Un día, ese viajero fue invitado a acompañar a una caravana que se preparaba para cruzar el territorio más difícil de todos: el de la esperanza colectiva. El objetivo era claro, legítimo y posible. El estandarte que llevaban al frente era reconocido más allá de las fronteras; despertaba simpatías, expectativas y una curiosidad genuina en el mundo exterior.

El viajero no pidió mandar. Solo ofreció mapas.

Mapas probados.

Mapas usados antes.

Mapas que mostraban dónde estaban los pantanos, dónde los puentes frágiles y dónde convenía avanzar despacio, aunque la ansiedad empujara.

Durante meses explicó que en ese tipo de travesía no gana el más impulsivo, sino el más consistente. Que no se podía confundir ruido con estrategia, ni aplausos internos con credibilidad externa. Que la caravana no debía parecer errática, porque los observadores, ( los de dentro y los de fuera ); siempre toman nota.

Pero en el grupo había otros. Personajes convencidos de que la intuición era suficiente. De que la épica reemplaza al método. De que la estrategia es un lujo innecesario cuando uno se siente dueño de la verdad. Se autoproclamaban guías sin haber caminado antes el desierto.

Poco a poco, esos nuevos “estrategas” fueron empujando el mapa a un costado.

“No hace falta”, decían.

“Esto se gana con arrestos”, repetían.

“Hay que sorprender”, insistían, aun cuando sorprender significaba desordenarse.

La caravana empezó a desviarse.

Primero, casi imperceptiblemente.

Luego, de forma evidente.

Cada giro improvisado dejaba marcas: mensajes contradictorios, gestos innecesarios, silencios mal administrados y decisiones que, vistas desde lejos, resultaban incomprensibles. El estandarte seguía siendo el mismo, pero ya no ondeaba con firmeza. Y quienes observaban desde otros territorios comenzaron a dudar no del símbolo, sino del entorno que lo rodeaba.

El viajero volvió a advertir. Con calma. Sin estridencias. Recordó que una elección no se gana solo el día final, sino en la percepción acumulada. Que la imagen internacional no se improvisa. Que el daño reputacional no siempre hace ruido cuando ocurre, pero cobra factura después.

No fue escuchado.

Al final, cuando el terreno se volvió inhóspito y la caravana comenzó a perder rumbo, nadie habló de los mapas desechados. Nadie recordó las advertencias. Como suele pasar, el error nunca tiene padres y la soberbia rara vez se hace cargo de sus consecuencias.

El viajero, entonces, hizo lo único sensato: guardó sus mapas y se apartó del camino. No por rencor, sino por respeto a su oficio. Porque hay derrotas que no provienen del adversario, sino de la obstinación interna. Y porque no todo daño es reversible, especialmente cuando se juega con la imagen de una causa y con la esperanza de quienes creyeron en ella.

Este no es un cuento de culpables.

Es un cuento de decisiones.

Y de cómo, a veces, no perder es simplemente haber advertido a tiempo… aunque nadie haya querido escuchar.

Porque las elecciones no siempre se pierden en las urnas: muchas veces se pierden cuando se decide no escuchar a quienes saben leer el camino, cuando se confunde improvisación con estrategia y ruido con liderazgo, y cuando llega la hora de explicar lo ocurrido, ya no alcanza con buscar culpables afuera si el error fue, desde el inicio, interno.

 

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